¿Cómo Recordamos?
Memoria de elefante
El dicho se gestó cuando se creía que esta capacidad venía determinada
por el tamaño. No es así, pero se ha descubierto que estos paquidermos pueden
quedarse con la cara de sus amigos hasta la vejez.
Alto Volta, capital: Ouagadougou. Lo recitábamos pronunciando todas
las letras, hasta que aquella niña se incorporó a la clase a mitad de curso,
con ojos tímidos, una mochila morada y acento francés, y anunció: se dice
Uagadugú. La nación africana ha tenido tiempo de rebautizarse como Burkina
Fasso, pero el episodio sigue fresco en mi cabeza.
La capacidad de recrear hechos pasados es una de las formas que
tenemos de recordar, llamada memoria explícita, y nos permite compartir viejas
historias con amigos y sobrevivir cada día, cada minuto. Sus contenidos no se
almacenan intactos e íntegros para siempre, sino que se recrean cada vez que
algo suscita su presencia. En nuestro cerebro, el proceso activa un circuito de
neuronas que se conectan entre sí para intercambiar impulsos eléctricos y
sustancias químicas, e incluso modificar la forma de sus estribaciones mientras
se estiran unas hacia otras.
Esas neuronas pueden encontrarse repartidas por toda la corteza
cerebral y, dependiendo de su localización, ser depositarias de distintas
porciones de información. Las del córtex visual aportarán el lila de la mochila
a la historia, y las del auditivo, el acento francés. Al activarse todas al
unísono, volverán a dibujar aquella mañana de mis diez años. Pero algunas
formarán también parte del reparto de otras historias, como las excursiones a
la montaña (la mochila) o el acento de una Amélie de cine.
La central del pasado
Pero antes de formar parte de nuestro bagaje vital, esos recuerdos han
de grabarse. “La adquisición de la memoria episódica a corto plazo reside en
nuestro lóbulo temporal, concretamente en el hipocampo y el giro dentado, que
forma parte de este”, afirma Jesús Ávila, investigador del CSIC y Director
Científico del Centro de Investigación Biomédica en Red de Enfermedades
Neurodegenerativas (CIBERNED).
Esa localización geográfica la debemos a uno de los pacientes más
célebres de la neurología: el estadounidense Henry G. Molaison, solo conocido
hasta su muerte en 2008 como H. M. A los 27 años, el doctor William Scoville le
extirpó el hipocampo para curar la epilepsia que sufría. Lo consiguió, pero
desde entonces HM jamás pudo reconocer a las personas que le presentaban, ni
retener durante más de unos segundos lo que le ocurría. Su capacidad de
elaborar nuevos recuerdos se había esfumado.
“La clave parece estar en que el giro dentado es, junto al bulbo
olfatorio, una de las dos zonas cerebrales en las que se forman nuevas neuronas
durante toda la vida. Desde allí, estas se integran en las redes neuronales y
contribuyen a la adquisición de nuevos conocimientos, ideas y recuerdos, es
decir, de la memoria a corto plazo”, explica Ávila, mientras advierte de que:
“Aún hay que investigar mucho para comprender esa neurogénesis”, así como la
consolidación del recuerdo para que se mantenga a largo plazo. “Se cree que se
realiza a través de una conexión del hipocampo con la corteza del lóbulo
frontal, pero eso cada vez se está mirando más”, señala el biólogo.
Para entender el mundo
Los recuerdos conforman el tejido de nuestra experiencia, nos
previenen de acercar demasiado la mano al fuego, y nos permiten volver a usar
el atajo hasta la cala más popular de la costa y detectar de un vistazo si un
compañero está hoy para bromas. Eleanor Maguire, del University College de
Londres, pidió a un grupo de personas amnésicas que elaboraran historias
tomando como escenario imágenes determinadas (una playa, por ejemplo). Solo
consiguió datos sin apenas conexión, y dedujo que la memoria permite destilar
un sentido del entorno e imaginar futuros a partir de él. Esa relación entre
historia y porvenir quedó reforzada con las observaciones con resonancia
magnética realizadas por Kathleen McDermott y Daniel Schacter: en ellas, las
zonas cerebrales que se activaban al recordar y al planear coincidían en gran
medida.
Pero no todas nuestras vivencias quedan registradas para volver a ser
evocadas tal cual, con la misma intensidad, en cualquier momento. La llamada
“amnesia infantil”, cuyas causas aún no están claras, elimina la mayoría de
nuestros recuerdos conscientes anteriores a los 4 o 5 años, en contraste con la
época comprendida entre los 15 y los 30 años de edad, conocida como pico de
reminiscencia. Sus episodios se mantienen disponibles con mayor frescura y
abundancia que los de cualquier otra época. Según los expertos, probablemente
porque corresponden a hitos decisivos de la biografía, como la orientación
profesional, la forja de amistades, la elección de pareja y la paternidad.
Momentos estelares
Otros hechos que parecen engarzarse a fuego en nuestro diario mental
son los llamados destellos de memoria: la llamada que comunica la muerte de un
familiar, la primera visión del rostro de un hijo, el atentado contra las
Torres Gemelas… Quienes los viven están seguros de haber retenido al detalle
tanto las circunstancias que rodean el suceso central, normalmente dotado de
gran carga emocional, como los sentimientos que suscita. Patrick Davidson, de
la Universidad de Arizona (EEUU), constató que unos ancianos con daños en el
lóbulo frontal rememoraban el 11-S con la misma viveza que los jóvenes, a pesar
de haber olvidado destacados episodios de su vida. Sin embargo, otro estudio
impulsado por Elizabeth Phelps y John Gabrieli reveló que la percepción de esa
catástrofe iba variando con el tiempo.
Precisamente con este tipo de recuerdos ha trabajado Karim Nader, de
la Universidad McGill de Montreal. Convencido de que el simple hecho de evocar
un suceso modifica la idea que tenemos del mismo, ha comprobado hasta qué punto
pueden variarse los destellos de memoria. Para ello, condicionó a algunas ratas
a esperar una descarga eléctrica tras escuchar un pitido. Una vez “educadas”,
hizo sonar el pitido e inmediatamente les inoculó una sustancia que impide a
las neuronas formar nuevas proteínas. De esta forma, se quedaron sin el cemento
químico que fija las redes neuronales del recuerdo. Cuando volvió a hacer sonar
el pitido, los animales permanecieron impasibles. Habían olvidado la descarga
en lo que se conoce como reconsolidación del recuerdo.
Los roedores de laboratorio también nos han enseñado que olvidan
experiencias dolorosas cuando se les destruye la red perineuronal (PNN), que
recubre circuitos de neuronas en determinadas zonas del cerebro. A partir de
estas investigaciones se intenta perfilar nuevas vías de terapia para quienes
sufren estrés postraumático y viven martirizados por el dolor de una catástrofe
pasada.
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